Mónica Muntaner leyó este texto en el Mercat de las Flors antes de iniciar los ensayos de Lección de Tinieblas. Fue la primera vez que hablábamos públicamente de algo que aún no tenía cuerpo. Para leerlo Mónica se llenaba los brazos de velas, que iba soplando poco a poco.

Aunque intente verlo todo, iluminando las zonas oscuras del cuerpo, de mi cuarto, de la escena, nunca lo veo todo, y si viera todo esto no significaría que llegara a conocerlo, se que no solo conozco viendo. Pienso que la luz muestra la superficie de las cosas, sólo su piel.

Esto lo pienso cuando me doy cuenta de que busco la luz, que llevo tiempo intentando no transitar por la sombra, caminar de día y cerrar los ojos de noche, es una forma de vida que preserva mi estabilidad. Me cuestiono si con este apego a la claridad, busco comprender lo que miro o solo busco un sitio sólido donde apoyar los pies con calma.

Nunca he comprendido la creación, como algo separado de lo que está vivo, sobretodo de lo que está vivo a mi lado y por lo tanto de mi vida. Es por eso por lo que empiezo a hablar con vosotros, contándoos que huyo de las sombras y busco la luz, para así contaros que esto que veis y escucháis es un primer paso de una obra sobre la sombra y la oscuridad. (una obra en la que quiero aprender a no huir de la sombras) (una obra donde me gustaría que Mónica y yo nos enfrentáramos con la oscuridad y la sombra).

Imaginemos que detrás de nuestra almohada la pared es negra como la boca de un lobo.

Imaginemos un cuerpo diminuto en un escenario inmenso con los brazos cubiertos de velas encendidas.

Tengo una forma de pensar en las sombras y una muy distinta de vivirlas. (claro que esto, ahora que lo pienso es un desfase que podría extender a otros muchos aspectos de mi vida). Me gusta pensar en la sombra como un espacio donde no todo se comprende ni se puede abarcar con los ojos, un espacio donde lo imaginado convive con lo visto. Me gusta pensar que la penumbra es el sitio perfecto para que el cuerpo repose, para que descanse sin estímulos. Es decir, me imagino la sombra como un espacio de calma.

Pero mi vivencia de la sombra es bien distinta. La experiencia de mi cuerpo en la sombra es una experiencia de recelo, como si detrás de lo que no puedo abarcar con mis ojos latiera constantemente una amenaza. Como si más allá de lo que veo empezara la tierra de los monstruos. Es una imagen estúpidamente infantil, pero la uso porque es bastante clara.

Imaginemos por un momento, juntos, la penumbra de lo que se llama ceguera blanca, la que se produce cuando la retina deja de funcionar y sólo se ven sombras y luces blancas.

¿Porqué en un paisaje de sombras el límite entre lo divertido y lo monstruoso es tan fino? Es como si la línea entre la luz y la sombra, la línea entre lo que es y lo que no sabemos si es, fuera elástica. Como si en ese paisaje que sólo tiene contornos la forma y la deformidad fueran la misma cosa. Y a mí ese revoltijo me inquieta. Y otra vez vuelvo a pensar que lo intuido me intranquiliza y lo visto me calma, o, lo que es igual, que dependo de lo que ven mis ojos para encontrar la calma.

Imaginemos un largo paseo a tientas, no un paseo sino un largo, larguísimo paseo a tientas.

Imaginemos que nuestra boca dice palabras tan oscuras que se deshacen en contacto con el aire.

Siento, a la vez, una desconfianza y una atracción por aquello que brilla lo que tiene la capacidad de irradiar su luz. Hablo de atracción y me imagino la que siente la polilla por el calor de la bombilla, una atracción irracional que la ciega y hace que choque contra la superficie de las cosas como un juguete estúpido. El tiempo pasa, o lo que es peor, yo voy pasando en el tiempo que es inmóvil, y en ese tiempo mi percepción sobre lo que brilla se ha vuelto desconfiada. Lo brillante impide percibir lo que tiene sus contornos más difusos, lo que no es claro, lo que es frágil, y yo soy frágil, creo que todos lo somos, y por ello siento que los brillos me opacan, me hacen desaparecer.

Imaginemos que nuestros ojos solo perciben lo que está quieto, y que lo que se mueve se vuelve invisible para que tropecemos constantemente con ello.

Imaginemos a una mujer que bajo un flexo confiesa sus miedos en el peor espacio posible para ello, por ejemplo: en el metro, en una juerga o en un teatro como este.

Imaginaros que abrís los ojos un día y comprobáis que no sabéis cuantas cabezas tiene la persona que se os está acercando.

Creo que hasta aquí está claro que siento miedo en tinieblas,( y que su prima hermana la sombra, tampoco me tranquiliza mucho). Tengo una sensibilidad angustiada de lo que no conozco. El tiempo me ha enseñado a temer y a recelar y estas palabras que os digo me duelen, ya que siempre pensé que sería lo contrario. Que con el tiempo me volvería sabia y esa sabiduría me ayudaría a caminar entre las sombras. Por todo esto que os he contado, Mónica y yo vamos a bucear en la oscuridad hasta vivirla con el cuerpo. Quizá nos encontremos a gusto en ella o quizá siga siendo la morada del miedo. Para este viaje vamos a exponer al cuerpo a la vivencia de la luz y de la sombra, exponiéndonos así a todas sus sensaciones, también a las más desprotegidas, a las que son ciegas.

Imaginemos que nuestro cuerpo no va a caducar y que nuestras vísceras, están iluminadas con bombillitas de navidad de forma que nos produce un enorme placer mirarlas.